Discurso de SS Benedicto
XVI
A
los participantes del congreso “Junto al enfermo incurable y al moribundo:
orientaciones éticas y operativas”
Convocado por la Academia
Pontificia para la Vida
25/02/2008
Queridos hermanos y
hermanas:
Con alegría os saludo
a todos los que participáis en el congreso convocado por la Academia
Pontificia para la Vida sobre el tema «Junto al enfermo
incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas». El Congreso se
celebra con motivo de la
XIV Asamblea General de la Academia, cuyos miembros también
participan en esta audiencia. Doy las gracias ante todo al presidente, monseñor
Sgreccia, por su gentil saludo; junto a él doy las gracias a toda la
presidencia, al consejo directivo de la Academia Pontificia, a
todos los colaboradores y miembros ordinarios, honorarios y corresponsales.
Quiero dirigir un saludo agradecido a los conferenciantes en este importante
congreso, así como a todos los participantes que proceden de diferentes países
del mundo. Vuestro generoso compromiso y vuestro testimonio merecen
verdaderamente encomio.
La simple
consideración de los títulos de las intervenciones en el congreso permite
percibir el amplio panorama de vuestra reflexión y el interés que reviste para
estos momentos, en particular en el mundo secularizado de hoy. Tratáis de
responder a los numerosos problemas planteados cada día por el incesante
progreso de las ciencias médicas, cuya actividad recibe cada vez más el apoyo de
instrumentos tecnológicos de elevado nivel. Ante todo esto, emerge con urgencia
el desafío para todos, en especial para la Iglesia, vivificada por el Señor
resucitado, de ofrecer al amplio horizonte de la vida humana el esplendor de la
verdad revelada y el apoyo de la esperanza.
Cuando se apaga una
vida, ya sea en edad avanzada, en la aurora de la existencia terrena, o en pleno
florecimiento por causas imprevistas, no hay que ver en esto un simple hecho
biológico que se agota, o una biografía que se cierra, sino más bien un nuevo
nacimiento y una existencia renovada, ofrecida por el Resucitado a quien no se
ha opuesto voluntariamente a su Amor.
Con la muerte se
concluye la experiencia terrena, pero a través de la muerte se abre también para
cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la vida plena y definitiva. El Señor
de la vida está presente junto al enfermo como quien vive y da la vida, pues ha
dicho: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Juan
10,10). «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá»
(Juan 11, 25) y «Yo le resucitaré el último día» (Juan 6, 54). En
ese momento solemne y sacro, todos los esfuerzos realizados en la esperanza
cristiana para mejorarnos a nosotros mismos y al mundo que se nos ha
encomendado, purificados por la
Gracia, encuentran su sentido y se enriquecen gracias al amor
de Dios Creador y Padre. Cuando, en el momento de la muerte, la relación de Dios
se realiza plenamente en el encuentro con «Aquel que no muere, que es
la Vida misma y
el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces vivimos» (carta encíclica
Spe
salvi, 27).
Para la comunidad de
los creyentes, este encuentro del moribundo con la Fuente de la Vida y del Amor representa un don que
tiene un valor para todos, que enriquece la comunión de todos los fieles. Debe
suscitar el interés y la participación de la comunidad, no sólo de la familia de
los parientes próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de toda la
comunidad que ha estado ligada a la persona que muere. Ningún creyente debería
morir en la soledad y en el abandono.
La Madre
Teresa de Calcuta ponía una
particular atención por acoger a los pobres y a los abandonados para que al
menos en el momento de la muerte pudieran experimentar, en el abrazo de las
hermanas y de los hermanos, el calor del Padre.
Pero la comunidad
cristiana, con sus vínculos particulares de comunión sobrenatural, no es la
única que está comprometida en acompañar y celebrar en sus miembros el misterio
del dolor y de la muerte y la aurora de la nueva vida. En realidad, toda la
sociedad a través de sus instituciones sanitarias y civiles está llamada a
respetar la vida y la dignidad del enfermo grave y del moribundo.
Aun siendo conscientes
de que «no es la ciencia la que redime al hombre» (Benedicto XVI,
Spe
salvi, 26), toda la sociedad y en
particular los sectores relacionados con la ciencia médica deben expresar la
solidaridad del amor, la salvaguardia y el respeto de la vida humana en todos
los momentos de su desarrollo terreno, sobre todo cuando padece una enfermedad o
se encuentra en su fase terminal.
Más en concreto, se
trata de asegurar a toda persona que lo necesite el apoyo necesario por medio de
terapias e intervenciones médicas adecuadas, administradas según los criterios
de la proporcionalidad médica, siempre teniendo en cuenta el deber moral de
suministrar (por parte del médico) y de acoger (por parte del paciente) aquellos
medios de preservación de la vida que, en la situación concreta, resulten
«ordinarios».
Por el contrario, en
lo que se refiere a las terapias consideradas arriesgadas o que puedan juzgarse
prudentemente como «extraordinarias», recurrir a ellas es moralmente lícito,
aunque facultativo. Además, es necesario asegurar siempre a cada persona los
cuidados necesarios y debidos, además del apoyo a las familias más probadas por
la enfermedad de uno de sus miembros, sobre todo si es grave o se prolonga.
Así como en el derecho
laboral normalmente se reconocen los derechos específicos de los familiares en
el momento de un nacimiento, del mismo modo y especialmente en ciertas
circunstancias deberían reconocerse unos derechos parecidos a los familiares
próximos en el momento de la enfermedad terminal de su allegado. Una sociedad
solidaria y humanitaria no puede dejar de tener en cuenta las difíciles
condiciones de las familias que, en ocasiones durante largos períodos, tienen
que cargar con el peso de la asistencia a domicilio de enfermos graves no
autosuficientes. Un mayor respeto de la vida humana individual pasa
inevitablemente por la solidaridad concreta de todos y cada uno, constituyendo
uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo.
Como he recordado en
la encíclica Spe
salvi, «la grandeza de la humanidad
está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que
sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una
sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir
mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también
interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (n. 38).
En una sociedad
compleja, fuertemente influenciada por las dinámicas de la productividad y por
las exigencias de la economía, las personas frágiles y las familias más pobres
corren el riesgo, en los momentos dificultad económica y/o de enfermedad, de
quedar atropelladas. En las grandes ciudades hay cada vez más personas ancianas
y solas, incluso en los momentos de enfermedad grave y de cercanía a la muerte.
En estas situaciones, se hacen agudas las presiones de la eutanasia, sobre todo
cuando se insinúa una visión utilitarista en relación con la persona. Aprovecho
esta oportunidad para recordar, una vez más, la firme y constante condena ética
de toda forma de eutanasia directa, según la enseñanza tradicional de
la
Iglesia.
El esfuerzo, uniendo
sinergias, de la sociedad civil y de la comunidad de los creyentes debe
orientarse a que todos puedan no sólo vivir con dignidad y responsablemente,
sino también atravesar el momento de la prueba y de la muerte en la mejor
condición de fraternidad y solidaridad, incluso cuando la muerte se da en una
familia pobre o en el lecho de un hospital.
La
Iglesia, con sus instituciones ya
establecidas y con nuevas iniciativas, está llamada a ofrecer el testimonio de
caridad operante, especialmente ante las situaciones críticas de personas no
autosuficientes y privadas de apoyos familiares, y ante los enfermos graves que
necesitan cuidados paliativos, así como una apropiada asistencia religiosa. Por
una parte, la movilización espiritual de las comunidades parroquiales y
diocesanas, y por otra, la creación o potenciación de las estructuras
dependientes de la
Iglesia, podrán alentar y sensibilizar a todo el ambiente
social para que se ofrezca y testimonie solidaridad y caridad a todo hombre que
sufre, en particular quien se acerca al momento de la muerte.
La sociedad, por su
parte, debe asegurar el debido apoyo a las familias que quieren atender en casa,
durante largos períodos, a enfermos afligidos por patologías degenerativas
(tumorales o neurodegenerativas, etc.) o necesitados de una asistencia
particularmente comprometedora. De manera especial, se necesita el compromiso de
todas las fuerzas vivas y responsables de la sociedad con esas instituciones de
asistencia específica que necesitan un personal numeroso y especializado así
como equipos particularmente caros. Las sinergias entre la Iglesia y las instituciones
pueden ser especialmente importantes en estos campos para asegurar la ayuda
necesaria a la vida humana en el momento de la fragilidad.
Deseando que en este
congreso internacional, celebrado en concomitancia con el Jubileo de las
apariciones de Lourdes, se puedan encontrar nuevas propuestas para aliviar la
situación de quienes tiene que afrontar formas terminales de enfermedad, os
exhorto a continuar con vuestro benemérito compromiso al servicio de la vida en
cada una de sus fases. Con estos sentimientos, os aseguro mi oración en apoyo a
vuestro trabajo y os acompaño con una bendición apostólica especial.
[Traducción del
original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2008 - Libreria Editrice
Vaticana]
Fuente: Zenit.org